Los pueblos indígenas ubicados históricamente
en el territorio del actual Estado de
México han estado vinculados por complejos
procesos históricos, lo que explican cómo los pueblos otomianos (otomies, mazahuas, matlatzincas y tlahuicas) han llegado
a compartir diversas prácticas culturales.
Actualmente una de las expresiones más
vigorosas es el culto a los cerros.
Históricamente, los indígenas de esta región han otorgado a los cerros
un lugar central en muchos aspectos
de su vida, tanto que desde tiempos antiguos han ubicado
lugares de culto en su cumbre (el santuario
del Señor del Cerrito (Jiquipilco); el
Cerro la Campana, el cerro de Santa Cruz
Ayotusco (Huixquilucan); Santa Ana Nichi
y Santa Ana —”El Divino rostro”— (Ixtlahuaca),
Chalma y Chalmita; la Capilla (Jiquipilco)
y el santuario del Señor Santiago
(Temoaya); el santuario del Señor del Llanito
en Tlalpujahua (Michoacán), Valle de
Bravo, Los Remedios (Naucalpan) y la tradicional
Villa de Guadalupe).
Para los ñähñus (otomíes), estos lugares sagrados son “los dadores”, los que proporcionan las lluvias, la energía y el sustento, razón por la que se les relaciona con la fertilidad agrícola, la salud y el bienestar en general. Dentro de la cosmovisión de los ñähñus, existen numerosos relatos donde se concibe a los cerros y los grandes peñascos como sitios repletos de riqueza; en estas narraciones se afirma que se abren el 1 o el 3 de mayo, y que quien penetra en ellos pierde la noción del tiempo.
Sobre Cerrito Tepexpan (Jiquipilco), la gente dice que “los antepasados” contaban que el 2 de mayo, cuando se abría, podía verse un mundo lleno de riquezas, y que quien entraba y no salía a tiempo se quedaba encerrado durante muchos años. Es esta capacidad creadora de los santuarios y de las divinidades que habitan en ellos la que afecta o favorece a los productos de la tierra, y a la lluvia, cuya petición hacen los peregrinos en determinadas fechas.
El cerro de Tepexpan y el Señor del Cerrito.
El Cerro de Santa Cruz Tepexpan, en cuya cima se encuentra el Santuario del Señor del Cerrito; se localiza en el Valle de Ixtlahuaca, prolongación del Valle de Toluca, entre los límites de los municipios de Jiquipilco (municipio al cual pertenece) y el de Ixtlahuaca, en el Estado de México. Este cerro está en la zona de frontera de dos etnias: la de los mazahuas de Ixtlahuaca y la de los otomíes de Jiquipilco.
Es el Santuario más visitado, después del Santuario del Señor de Chalma, en la región del Valle de Toluca.
Este cerrito es un lugar tradicional de culto ñähñu; que albergó, desde época prehispánica, un culto a una pareja de deidades del agua y de la fertilidad (muy probablemente el culto era al Padre y Madre viejos o alguna de sus advocaciones). Con la conquista y la posterior evangelización, el culto fue cambiado por un cristo llamado por los misioneros “El Señor de la Exaltación”; nombre muy poco conocido por los campesinos de la zona, los cuales, generalmente lo conocen como, “El Señor del Cerrito” o bien como “El Señor de las Aguas”.
El culto a la deidad femenina fue cambiado por el de Santa Teresa de Jesús, cuya festividad se realiza el 15 de octubre; la cual resulta ser secundaria en relación con la del 3 mayo; en honor al cristo.
Altar del Señor del Cerrito. |
La fiesta del 3 de mayo.
“La fiesta de la Santa Cruz el 3 de mayo, se relaciona con la petición de lluvias y el fin de la temporada de secas; la de la Ascensión de la virgen el 15 de agosto y la de la Exaltación del Señor o de la Cruz el 14 de septiembre con el ciclo del crecimiento de la planta, y la fiesta de Santa Teresa el 15 de octubre con el fin de la temporada de lluvias” - Barrientos
El dia 3 de mayo se llena de peregrinos el Santuario, lo mismo las faldas del cerro a lo largo del camino. Grupos de peregrinos sólo permanecen en le templo “para dar las mañanitas”, saludar al cristo y escuchar misa; retirándose después debido al exceso de peregrinos que constantemente van llegando a lo largo del día.
Para los peregrinos, estos rituales establecen una relación de reciprocidad con las divinidades a las que alimentan a través de ofrendas de fruta, flores, pan, danza, música y “esfuerzo”, es decir, energía, fuerza. La peregrinación es la ofrenda en reciprocidad al vigor y al sustento que de ellos reciben, pues para los otomíes la tierra y su paisaje son entidades vivas.
Los peregrinos alimentan o nutren a la divinidad o al lugar sagrado, y esperan recibir, en contrapartida, una acción similar. Del mismo modo, la relación entre los participantes en la vida ceremonial está definida por la acción de compartir. Cuando se intercambian los alimentos en las comidas colectivas que se llevan a cabo en la cima de los santuarios o en el oratorio familiar, los participantes se convierten en compadritos; lo mismo sucede con quienes comparten la danza o la obligación de dar el esfuerzo o energía personal en ella.
Para los ñähñus de esta región, el compartir en cualquier situación ritual se define como la adquisición simbólica de un compromiso ético. Asi es como familias, grupos de amigos y compadres, así como peregrinaciones corporadas de las comunidades otomíanas; estas son las que cuentan con mayordomos responsables del grupo de fieles que los acompañan y llevan sus santas imágenes, estandartes y banderas, también se presentan en esta fecha grupos de danzantes como la danza ñähñu de arrieros de la región de Ocoyoacac,